Convivir con la muerte

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Iu Forn
Iu Forn

La muerte forma parte del ciclo de la vida. Normalmente (y generalizo) empieza con los abuelos y continúa por el padre o la madre de un compañero de escuela o con un vecino que ya era grande. Y a medida que nos vamos tirando grandes, nos va afectando más de cerca. Cómo si se tratara del juego de los barcos, aquello que los de mi generación decíamos “los barquitus”. E9! Agua, pero lejos! H3! Agua, pero esta vez tocando muy cerca! Y así hasta que la respuesta a la letra y el número es: tocado el portaaviones (diga la familia más próxima)! Y sabiendo que un día nos tocará tanto de pleno que seremos el submarino y no tendremos tiempo ni de decir “hundido”.

Pero este no es un artículo sobre la muerte. Ni pesimista. O al menos no quiere serlo. Va sobre la vida y sobre la gente que la hace posible o que manifiesta una extrema generosidad humana porque la muerte llegue con una mínima dignidad.

Hablo de los médicos, esclar. Y de las médicas, que acostumbran a ser mayoría. Los que visitamos a menudo los servicios de urgencias y vemos como trabajan y en qué condiciones tienen que hacerlo no tenemos suficientes extremidades superiores para abrazarlos en reconocimiento a su trabajo. Y ahora que estamos, aprovecho para hacer una humilde recomendación. Estaría bueno que cuando los enfermos evolucionan favorablemente después de un diagnóstico complicado, alguien hiciera llegar al médico que lo ha tratado a urgencias un pequeño informe con la evolución. De este modo el facultativo sabría que ha acertado y qué han sido los efectos que han tenido sus indicaciones.

Pero, sobre todo, hablo del personal de enfermería. Porque los médicos miran, evalúan, deciden y se van. Y después pasan visita una vez al día. Pero quien está horas con el enfermo es el personal de enfermería. Los lavan, velan porque tomen la medicación, se preocupan porque coman y si hace falta los alimentan, están pendientes de cualquier cosa, hacen que sea mejor la vida de quien lo está perdiendo día a día, muchas veces informan y aconsejan la familia y siempre (SEM-*PRE), al menos las personas con las cuales me he encontrado –y han sido unas cuántas–, siempre lo hacen con una sonrisa. Sin jefa mala cara y desprendiendo aquello que los curses dirían energía positiva y que podríamos calificar como buen rollo. Ah, y muy importante, derramando humanidad y repartiendo bienestar. Permanentemente.

Cada día atienen decenas de pacientes, pero se saben el nombre de la mayoría. Y cuando un paciente desaparece, porque le dan el alta, lo trasladan de planta o de centro, o lo trasladan al tanatorio, se aprenden el nombre del paciente que ocupa su cama. Y repiten el proceso. Una vez y otro.

Son pequeños héroes y pequeñas heroínas a quienes normalmente nadie les reconoce su trabajo. Cuando salen de trabajar nadie los (ni las) aplaude. Están a nuestro lado en el tren, al mercado, en el cine o a la puerta de la escuela de nuestros hijos y no sabemos como de importantes son por la sociedad. Y cuando van por la calle o son en un restaurante nadie los dice aquello de “me puedo hacer una foto contigo”. Porque no son famosos ni salen por la TV. Pero hacen un trabajo, esta sí, realmente importante y que merecería que todos nos fotografiamos con ellas y con ellos.

Y todo esto, atención, no lo hacen por dinero, ni por vanidad. No, lo hacen por una cosa tan sencilla como es la vocación de servicio a los otros. Y con la máxima naturalidad. Y con inquietudes que parecen tan pequeñas y realmente son tan grandes como la que se puede leer a la bio de la cuenta de Twitter de una enfermera amiga de juventud: “Me preocupa la cronicidad, las curas, la ética...”.

 

El Nacional.cat | Iu Forn